Fui a
dar a un planetoide un tanto extraño, cuasi enigmático, pues en él escaseaban
los astros.
Por las
noches la bóveda celeste se veía irrumpida por una luna de dimensiones tan
despóticas que la abarcaban por completo, con una luz que me cegaba,
ensombreciendo mi naturaleza, imposibilitándome avanzar sin el recurrente temor
de que se desplomara sobre mí para hacerme cautiva de su fulgor.
Y sin
embargo, por paradójico que resulte, ella no me alumbraba, por el contrario, me
enlutaba, apagaba mi presencia, claro que esto no lo comprendí sino hasta
pasado cinco siglos de vivir en esa farsante esfera.
Había
estrellitas, intrascendentes si se pretendía contrastarlas con la reina de los
cielos. Ellas, las estrellitas, se agrupaban en una deliciosa nebulosa donde no
había cabida para mí, pero no me inquietaba. Si ellas no me reconocían como
segmento de ese universo, mi morada en el cosmos, en la que residía con mi
forzado aislamiento, no sería yo quien demandara atención. Desde siempre supe
que no convenía pedir lo que no se me proveía; era el castigo merecido por
razones que omito, faltas que cometí sin ser consciente de ellas.
Lo que
me resulta milagroso es que siendo “humana”, yo poseía alas, y eso me gustaba
pues me permitía trajinar por otros universos cuando el encierro me
atormentaba.
En esos
mundos era dichosa, me pensaba aceptada, valorada. En aquellos lugares las
estrellas no me excluían, me acogían con agrado cada vez que mi etéreo cuerpo
se hacía presente.
Fue por entonces, durante uno de las tantos
sondeos siderales, que descubrí que en
cada uno de los mundillos que frecuentaba había un astro que yo desconocía ya
que no había uno semejante en mi restringido infinito. Uno dorado al que
denominaban “Soberano de los astros”. Hubiera querido tener uno pero no lo
había, entonces me complacía cuando percibía el calor que propagaba en estos
cielos foráneos, ardor vigente durante el día, aunque no siempre. Por momentos
no estaba, o se hacía ver de noche para ensamblarse a la luna, cortejarla y
juntos amar a sus estrellitas.
Si bien
solía concederme un cachito de calor, un tibio arrumaco, aun sabiendo que yo no
era parte de su substancia, lejos de contentarme con esa caricia dada, al
retornar a mi mundo, la melancolía me
escoltaba. Yo deseaba un sol propio que iluminara cada uno de mis días, no como
la dádiva que se le da al que nada tiene, no, yo quería que fuera el calor
imborrable que trasmutara mi mediocre
parcela en el cosmos, en un auténtico y perfecto nido, sin penurias, sin
frío...
A la
sazón, entendí la jerarquía del astro rey. Descubrí que su inexistencia fue la causante de mi infelicidad. La
esplendorosa y ególatra luna mató a mi sol…Nunca más volví a sonreír, nunca más
pude ser feliz…
Hola Myriam
ResponderEliminarQue buen relato!
Pleno de fantasía con algunas reflexiones y pensamientos inquietantes.
Felicitaciones.
Besos
Gracias, Ricardo, sos un tesoro, besos!!!!
ResponderEliminarSí qué tienes alas, cómo no! Vuelas mucho, amiga. Qué bien!
ResponderEliminarBesos
Creo que sí, querido Pichy, todos los poetas tenemos alas, eso nos permite volar más allá de lo previsible. Besos y muchas gracias por tu constante presencia. TKM
EliminarMyriam, me has deslumbrado con tu texto. Hermosa fantasía, le diste alas, claro que sí! Un beso amiga.
ResponderEliminarMuchas gracias, Beatriz querida, es muy importante para mi la opinión de ustedes. Besos, te espero pronto.
Eliminar