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jueves, 8 de noviembre de 2012


DECISIÓN EXTREMA

Le supo amarga la comida ese mediodía. No sabía si era el enojo, la pelea o las pocas ganas que había puesto su mujer en cocinar. No importa, pensó, voy a controlarme, no voy a darle su merecido, aunque debiera, maldita, siempre lo mismo, yo trabajando como un perro, dándole una vida de reina ¿Y qué le pido a cambio? Nada. Que me atienda como corresponde, que se dedique a la casa, que la tenga limpia, que mi baño esté preparado cuando llego. Pero no, la señora se revela, parece que le gusta que le pegue, y si le gusta, pues tendrá su paliza.
Seguía comiendo aunque la compostura iba deshaciéndose con cada mordisco que daba. Sentía la sangre en ebullición. No, suplicó, otra vez no, se dijo a sí mismo o quizá a Dios, porque él era hombre de fe, religioso practicante, amigo del sacerdote. No es mi culpa, padre, le decía, ella me provoca, ella despierta un monstruo en mí, yo no quiero, yo la quiero ¿Por qué me lo hace? No es bueno, hijo, dejarte llevar por tus emociones. Dios sabe que eres un buen hombre, sólo pídele y ÉL controlará la ira que te atormenta.
Pero siempre volvía a lo mismo, siempre, cada dos o tres semanas, su mujer terminaba en el hospital y él llevándole flores.
Pasame el hielo, le dijo. Estaba enojado, la comida era nauseabunda. La mujer  puso dos cubitos en el vaso. El hombre lo bebió de un sorbo.
Servime un poco más, esta comida apesta. Fueron sus últimas palabras mientras su mujer lo miraba en el postremo estertor. Está sonriendo, pensó con los ojos nublados, mientras se retorcía de dolor, penetrante e intolerable dolor de estómago. Cayó de la silla, el cuerpo inerte, el rictus de sufrimiento estampado en su rostro, los ojos abiertos, mirando sin ver.
La mujer tomó el teléfono y marcó un número. Se deshizo de la comida arrojándola a la basura, buscó el raticida y lo sostuvo entre sus manos. Se sentó al lado de él y le acarició la cabeza. A lo lejos se escuchaba el aullido del patrullero. Sonrió. No haría falta ir al hospital esta vez.