Perder,
perder, todo el tiempo perder… Perder instantes que fueron y ya no serán. Perder
la risa que a cuentagotas nos visita; perder esos sueños que no exigen estar
dormidos para ser interpretados.
Perder
la suerte, perder las ganas, perder el néctar que endulza tibiamente los días.
No
se puede perder todo el tiempo, no se le debe consentir a la vida tanta
vanidad; vieja hambrienta que mordisquea las esperanzas sin siquiera
interesarle si son salobres o si saben a helado de vainilla.
Cada
mordida duele como punzada aguda en el músculo cardíaco. Y la postrema espera:
El final de la existencia ¿Es que acaso
puede llamarse vida a esta interminable seguidilla de penas? ¡Ah, vida, vida! Arremetiendo
como el Simún contra la nobleza de las arenas del desierto.
No,
eso no es vivir, eso es perdurar, y finalmente, el hastío tan vigente,
sujetando las raíces del pasado.
¿Dónde
hallar la caritativa mano de la expiración que conduzca al túnel de luz
inmaculada que te envuelve como un sensible amante, consagrando calor y
ternura?
Más
la muerte no comparece.
El
dolor es sólo indicio de una nueva pérdida. Derroche de horas haciendo balance,
llenando hojas con “debe y haber”, la tinta roja agotada, la sangre que
transita por las venas, las arterias y los capilares, para hilvanar con su
torrente cada despedida.
Hojas
en blanco extinguidas ¿Dónde escribir sino en mi propia piel? Signo-eczema…
cada pústula, un nuevo quebranto revistiendo mi dermis que perpetúa la carencia
del consuelo, que exonera el pecado de ser cuando no se debió ser.
Busco
la evasión en el sueño. Soñar ¿Para qué, si al despertar se comprende que los
sueños, sueños son?
Blanca
túnica que reviste mi cuerpo cual cárcel lapidándome el alma.
Poco
a poco, sin obviar centímetro, va recubriéndome de una gruesa, agrietada y
acartonada lámina negra hasta mutar en cascarudo, peregrino de siglos en busca
de la gruta donde habitan ellos:
cofradía de perdedores. Ser lo que se debe ser.
Ente
vivo que descubre el júbilo oculto tras el impenetrable escudo.
Hora
temprana de un día gris que no dice nada. Gris como la pequeña estación de tren
donde se encuentra ella.
Ella,
apenas una mujer… Único ser vivo en aquel nada atractivo lugar donde ni
siquiera los pájaros se atreven a cantar, donde la ausencia de árboles le dan
esa tonalidad mortecina. Allí, en la gélida estación donde impera el silencio…
Ella,
sentada en el único banco de hierro oxidado que parece como olvidado, semejando
un viejo adorno que perdió su brillo; adorno que no se arroja pues a nadie le
importa su presencia. El banco, tan ignorado como ella, la mujer de los ojos
empañados ¿Lágrimas de frío, o quizás de dolor? Imposible descifrar esa mirada
que se pierde más allá del horizonte.
Ella,
arropada con un níveo vestido que la insignificante brisa no alcanza a agitar.
A su lado un bolso y una valija, ambos de color verde como la esperanza.
Un
hombre, joven y esbelto, se acerca y casi murmurando, dice:
-Perdón
señorita ¿o quizás señora? ¿Me permite sentarme?
Pega
un sobresalto, la voz masculina la estremece. Años de mutismo, años de no oír
más que el ruido ensordecedor cuando la tormenta se apiada de la sequía en ese
pueblo que hasta DIOS dejó abandonado. No son tantas las tormentas, tal vez por
eso le gustan tanto ¿Qué otra cosa puede esperar sino el violento aguacero?
Gira
la cabeza y lo mira. Es alto, viste un traje de corte inglés, a rayas. En sus
manos, un maletín. Tal vez sea el médico del pueblo aledaño. Hace días que se
lo espera. Doña María está enferma, muy enferma. Es posible que muera, sí, pero
de todos modos sus hijos llamaron al doctor.
-
¿Puedo sentarme a su lado?- Repite el hombre alto de traje inglés.
-
¡OH, sí, por supuesto!- Se corre a un lado y deposita su maleta en el piso
mientras piensa cuán cascada sonará su voz para ese forastero que ignora todo
de ella. Él toma asiento, ella baja la mirada, aprieta su bolso verde, el color
de la esperanza…
Transcurre
un minuto, quizás dos, el silencio los separa...
-¿Sabe
si el tren llegará a horario?, quise consultar en la boletería pero el
encargado salió...no sé...
-El
tren...ah... si, el tren, dicen que por lo general respeta lo anunciado, pero
nunca es posible estar seguro, no nos queda otra que esperar.
-Igual
que en la vida, ¿verdad?, siempre esperamos. Perdón la indiscreción ¿Usted vive
aquí?
-¿Vivir?-
Una mueca irónica se dibujó en su rostro, estremeciéndolo a él. Sus ojos
parecían rojos, un brillo intenso y extraño había en ellos- Sí, se podría decir
que “vivo”, aunque no necesariamente en este sitio. En realidad, siempre viajo,
voy hacia donde me necesiten, hacia donde me manda…
Se
interrumpió, no debía decir más de lo ya dicho. Giró la cabeza y miró en
dirección a las vías del ferrocarril. Faltaba poco para que llegara el tren,
entonces sí, sin que medien palabras, él obtendría la respuesta.
-Perdón,
no quise molestarla, entiendo que mi curiosidad llegó demasiado lejos, sepa disculparme,
es que su frase inconclusa...va donde le indican...me asombró un poco, pero por
supuesto no soy yo quién debe conocer sus actividades. No obstante su duda en
continúar su explicación...bueno, si lo prefiere lo dejamos así, o quizás...
A
los lejos se escuchó el leve rugir de una locumotora; la custionada lo miró
como insinuando algo, que el susodicho no alcanzó a comprender.
Nuevamente
el silencio ocupó la escena. Ella comenzó a preparse un poco, del bolso sacó un
pequeño espejo y un hermoso cepillo con un mango al parecer de hueso de animal,
que llamó la atención del supuesto médico, no pudo dejar de expresar su asombro
y exclamó:
-Que
maravilla, ¿es un regalo que recibió?
Ella
no respondió. Lo miraba fijamente mientras cepillaba su larga cabellera. Una
vez más, esa mirada extraña que lo estremeciera. Sintió el sudor frío
deslizándose por el rostro de él, acompañado de náuseas. El dolor de estómago
lo sorprendió. Se arqueó. El maletín cayó de sus manos. Ella actuaba con
serenidad, como si los acontecimientos estuviesen dándose tal como debían
acontecer. Apoyó una mano en el pecho del hombre.
-Es
la hora. Vamos, no debemos demorarnos. Debo acudir a la próxima cita.
La
miró y no emitió palabra. No había nada más que preguntar, todo lo que debía
saber se le fue dado a conocer en ese preciso instante. Ella, la señora de la
guadaña, arrojó a las vías el cepillo con mango de hueso. Cuando sintió el
último hálito, lo levantó en brazos, no sin antes amputarle una porción de
hueso…
Escribo
para escupir mi bronca; sé que estas palabras nunca llegarán a usted. Usted
no tiene lugar en mi mundo. Pero igualmente le escribo porque no sé dónde
encontrarlo. Usted sabe ocultarse, tiene una estructura que lo protege, no
porque su vida valga algo, en realidad no vale nada, por eso lo arreglan con
algunos billetes que le impulsan a realizar su trabajo rápida y eficazmente.
Cumple
su misión, entrega la mercadería y se va a casa a cenar con su familia, porque
seguramente usted tiene familia ¿Mujer, hijas, hermanas, madre? Una familia que
hay que mantener y bueno, eligió el camino más fácil. Si lo que yo gano por
mes, trabajando duro, usted lo triplica en diez días, también trabajando duro,
claro, no minimicemos su tarea que buenos dolores de cabeza le acarreará. No
todas las jornadas laborales son iguales y usted no debe ser la excepción.
Digo,
va a su casa a cenar, orgulloso de llevar el pan a la mesa o… ¿Todavía le queda
algo de dignidad para meterse en un bar y emborracharse hasta olvidarse de lo sórdida
y patética que es su existencia? Sucia es, eso no se discute y
miserable…también, sí, es miserable.
Usted
no se lleva la suma grande; esa es para el “jefe”, el señor de traje y corbata,
el señor que bebe champagne, no para ahogar las culpas porque no las tiene.
Bebe porque tiene gente como usted que le engorda la cuenta bancaria y él no
tiene escrúpulos, tiene muchas razones para festejar. En cambio usted algo de
duda me genera. Me pregunto y le pregunto ¿Qué siente cuando sale con el coche
de la “empresa” para atrapar a sus presas? ¿Le produce placer, morbo tal vez,
ver los ojos asustados de la jovencita que no sabe por qué usted la mete en un
coche y la arranca de su familia?
Esa
es su tarea. Transportarla a un sucio burdel y abandonarla para no volver a
verla, no le interesa la suerte que correrá. A mí me gustaría creer que sí le
interesa pero que no quiere pensar porque usted también tiene hijas que podrían
ser víctimas de sus “colegas”, pero claro, el dinero se impone y es más fácil
ganarlo de ése modo, más redituable diría yo. Sobrio o borracho, llega a casa y
se acuesta pero ¿Duerme, puede dormir en paz o sus sueños son pesadillas
recurrentes? ¿Puede imaginar a esa niña adolescente que a fuerza de drogas y
golpes fue convertida en una esclava sexual sobre la que pondrán sus asquerosas
manos hombres tan sórdidos y morbosos como usted?
Me
quedo con la duda y la impotencia de saber que nunca se va a acabar, que miles
de chicas inocentes verán sus vidas y las de sus familias destruidas para
siempre, porque aunque a veces, no siempre, la policía haga redadas para calmar
a la sociedad, y en la redada libere a varias, ellas no volverán a ser las
mismas. Usted tampoco. Usted, sentado frente al televisor, mirará los rostros
que antes vio, rostros golpeados, cuerpos con cicatrices, almas desgarradas. No
importa, todavía le queda el control remoto, aprieta una tecla y mira alguna
película de acción. Mañana es otro día, una nueva jornada laboral lo espera.
Fue
imperativo, pero impartido desde el aliento, y sin embargo sentí la presión
ejercida sobre mi atiborrada masa encefálica, dejándome en situación de
parálisis, o incapacidad para discernir si realmente deseaba o no abrir esa
puerta que me llevaría a un lugar ignoto, remoto, extraño.
¿Qué
más da? Definitivamente ya no estoy a gusto en este sitio en el que habito
desde hace diez lustros. Aquí, sí, aquí donde pasé mi sórdida existencia,
ocultándome tras protervas máscaras que me condenaban al eterno autoengaño.
Aquí el horror se hizo presente cuando aparecieron ellas…
Debía
dar el paso, el gran paso. Convenía traspasar esa sutil línea que marca los
límites entre lo que fui y lo que deseo ser. En la línea estoy parada, pero no
puedo quedarme en este punto eternamente. El aquí es la negación y ya no quiero
más signos horizontales, únicos, dispersos.
Voy
por la cruz; no la que pesa, sino la que te conduce directamente a ese espacio
donde la luz no enceguece mi visión, sino que las esfuma a ellas… ¿La cruz es
la señal? Veremos…
En
fin, se acabó el titubeo, no sé que hay detrás de esta puerta; de todos modos voy
a abrirla y que venga lo que tenga que venir.
No
me sorprende…puertas…más puertas…siempre hay puertas que me obstruyen la salida.
Pero para mi sorpresa, estas están abiertas, como invitándome a pasar. Dudo,
lógicamente, dudo pero… están abiertas.
Alcanzo
a oír melodías. Algunas inquietantes; otras me transportan a ese estado de paz
que poco y nada conozco pero me agrada.
También hay destellos luminosos e intensos.
Me
acerco a la primera. Elijo al azar. Da igual, si en definitiva, todo me resulta extraño.
Estoy
a punto de penetrar a esa habitación cuando la puerta se cierra de golpe
haciendo temblar el piso ¡Caramba, parece que erré en mi elección! No es
importante, voy por otra pero ¿cuál?
Temo
volver a equivocarme, y no me gusta lo que ocurrió, no deseo que vuelva a
suceder. Pero vuelve a ocurrir; una vez más, el maldito estrépito de la madera
a punto de golpearme en el rostro.
No
voy a darme por vencida. Aun me quedan varias; alguna de ellas deberá abrirse y
será, precisamente, la que contenga la señal.
Sucesivamente,
una por una, van desalojándome antes de introducir un pie, más no sea para
husmear, pero nada, no puedo hacer nada…O sí, volver a mi celda de siempre.
Mañana…tal
vez mañana…
Por
hoy ya tuve suficiente. Deberé esperar la nueva orden…