De este
lado de la pradera, justo aquí, exactamente en el área en que me hallo, caen
bolas de fuego que colapsan las entrañas y laceran la cordura. El aire no es
aliado que acalle la agonía. El oxígeno, que resulta insuficiente para dilatar
mis pulmones, se alía con el fuego potenciando su dominio; es entonces que la
fiebre aumenta, y la piel blanca se atrinchera en busca del color canela. La
garganta se reseca, pero quiero aullar, quiero y necesito gritar:
-¡AYÚDAME,
SEÑOR! ¿No comprendes que ya no soporto esta sequedad? Dame de beber ¡OH, DIOS!
¡QUE LA LLUVIA APLAQUE ESTA SED!
Allende
la pradera, vislumbro los cerros que ocultan mi sagrado tesoro, que para ellos
son escombros, y para mí, el recinto donde mis huesos han de reposar.
Allí ha
de llover, siempre llueve en los cerros. Lluvia que refresca, lluvia que
complace, lluvia que mitiga los ardores. El sol se asoma pocas veces, más no es
abrazador, el sol es amigo y cómplice; concede el brío que requiere mi esencia
mutilada.
Lágrimas,
cual trozos de cristales que desgarran las retinas, brotan de mis ojos
sedientos para hidratar esta capa fina que cubre mis pómulos esculpidos con
cincel de bronce.
Los
cerros… los cerros… allí no habrá espejos que encandilen la razón.
¿Pero
cómo haré para atravesar la pradera sin profanar el césped, sin remover los
pétalos de las flores que, presuntuosas, se enarbolan destilando aromas,
obsequiando colores? ¿Cómo traspasarlo sin que lloren los pimpollos, retoños de
otoño que buscan primaveras? ¿Cómo haré si no tengo alas que me trasladen a los
cerros donde el aire es puro y la brisa tibia?
Si
fuera un gigante, si mis piernas fueran largas como río de aguas calientes que
arrastra en su cauce contaminación impregnada de sangre, sangre que aun emana
de la joven montaña y también de la vieja.
Años
que son siglos, siglos de quinientos años que evocan la aniquilación de la
savia del longevo árbol que escapó de sus raíces…
Si
mis piernas fuesen sólidas como piedras
talladas que se ensamblan proporcionando vida a la pira que devora vidas para
alimentar a imaginarios titanes, pira en que inmolar es delirio de ídolos que
prometen.
Si tus
manos fueran elásticas, si pudieran extenderse y llegar hasta mí, saltaría el
abismo, las cordilleras, las aguas tormentosas, inclusive la pradera, sin pisar
retoños, sin pisar el césped, sin pisar las flores.
Si tus
manos alcanzaran las mías… Pero no se puede, tú no puedes, yo no debo…
Apenas
cinco hálitos me quedan. En cinco segundos, que es casi un lustro, todo habrá
acabado.
Debo
intentarlo, nada pierdo. Si ya nada queda de este lado de la pradera. Aridez,
fatiga, ausencia de oxígeno, hastío. Sólo eso, y no es bastante.
Déjame
inhalar las postreras moléculas, permíteme expandir los lóbulos, reservorios de
existencia. Aguarda que tome valor y pegue el gran salto.
Aguarda,
aguarda, tal vez, me broten alas y consiga elevarme más allá de este plano.
Saltar el barranco o sucumbir en la tentativa.
De
todos modos, ya estoy muerta. Creo…