No pudo abrir los ojos de inmediato cuando salió, tal era
la intensidad de la luz. Los mantuvo cerrados unos segundos mientras intentaba
recordar cuánto tiempo hacía que no salía; llevaba encerrado meses, o tal vez
años. No le importaba demasiado. No había sido tan malo como pensaba. Salvo por
la luz. Era cuestión de un minuto o dos para que sus retinas se adaptaran a la
recepción de imágenes.
Ya no era negro el color predominante. Podía percibir la
violencia del rojo; cuando se tornara amarillo los podría abrir. Fue despegando
la pestañas viscosas y enredadas entre sí;
le costó un gran esfuerzo separar los párpados que los apreciaba aplastados por
bloques de plomo; no le resultó una tarea sencilla pero lo logró. Ahora sí
podía comenzar a recorrer el lugar.
Iba a salir en busca de una flor, precisaba,
imperiosamente, ver sus colores, percibir su aroma.
Sus compañeros de destino se reían, se mofaban de él.
-¡Miren, el caballero se volvió sensible como una
señorita!
Las carcajadas sonaban tétricas.
-A lo mejor se enamoró de la vecina y quiere
conquistarla.
-¿Cuál? ¿La damita recién llegada?
-No seas testarudo, hombre, que es muy joven.
Más risas, grotescas, asediadoras, necias.
-No me importa la opinión de ustedes, pueden pensar lo
que quieran, yo necesito una flor y la voy a conseguir- Había consternación y
ansiedad en su voz cascada por el tiempo de recogimiento y cerrazón.
Las risotadas se fueron aquietando. El silencio se tornó
despótico cuando se infiltró el primer rayo de sol. Los que se reían, callaron,
y los que guardaban silencio, lloraron. Muy pocos permanecieron impasibles;
eran los que todavía no se reconocían en su efectiva realidad, aquellos que
estaban indignados con la vida, los que se sentían abandonados.
-Ya se les va a pasar, ya van a acostumbrarse, es un
devenir del que nadie puede escapar- trataban de explicarles los más vetustos,
los resignados y los complacidos.
-No es mejor afuera. Acá, al menos, somos todos iguales.
-Y sí; una justa realidad donde no hay lugar para
privilegios- apoyaban los resentidos.
Él pertenecía a la casta de los veteranos, habituado al
contexto, pero ese día ambicionaba una flor y la iba a obtener.
Fluía con delicadeza, miraba sorprendido. La ciudad
estaba como siempre. Nada había cambiado, un poco más poblada, tal vez, pero su
arquitectura se conservaba incólume, aunque ya no era tan concurrida.
Se advertían grupos, eran pequeños, a lo sumo cuatro o
cinco personas en cada uno. Antes era diferente. Cuando él llegó, eran
cuantiosos, compuestos por decenas ¡Ahora se veía tan desolado!
-Sin duda que se está desguarnecido aquí afuera- dijo en
voz alta y advirtió, instantáneamente, que la señora sentada en un banco
desvencijado y gris como los días nublados, ni siquiera se inmutó ante su
aspecto que él presuponía devastador.
-Debe estar muy metida en su sufrimiento- conjeturó y
continuó avanzando tras su objetivo sin volver la vista.
Se perpetuó transitando las arterias de su metrópoli en
busca de una flor, su flor.
Llegó al tramo aristocrático poblado de moradas
majestuosas y esculturas señoriales.
-¡Cuánta ostentación, qué raro contraste la vida!- volvió
a manifestarse en voz alta pero la parejita que pasó a su lado, abrazada, no se
conmovió. Tampoco allí halló una flor.
-¿Será por qué no se cotizan en la bolsa? Rió sarcástico,
festejando su sentido del humor que, pese a los sucesos, no había perdido.
Se dirigió con entusiasmo al sector más pobre de la
ciudad; allí siempre había flores. La gente humilde solía ennoblecer las
insignificancias que, por un puñado de monedas, volvían la vida más digerible.
Se sorprendió de no ver ninguna.
-¿Es posible? ¿Cuánto cuesta un ramo de claveles?
Comenzaba a preocuparse.
-Algo perverso está sucediendo, algo pasó, algo muy
extraño- repetía en una letanía que acrecentaba su inquietud minuto a minuto.
Sin embargo, no renunciaba. Si antes quería una para él,
ahora pretendía llenar de flores su ciudad desatendida, deslucida y fría,
aunque el sol calentara las veredas solitarias.
Ni los necesitados, ni los ricos, ni los marginales,
ninguno tenía flores.
-Puedo vislumbrar que algo infrecuente acaeció en el
universo- su voz sonó intencionadamente dramática cuando traspasó a los
ancianos que marchaban lánguida y espaciosamente, como si el aire del ambiente
les impidiera llenar los pulmones de oxígeno. Iban asidos del brazo, ella
sollozaba y él le acariciaba los cabellos blancos, pero ninguno de los dos
pareció atenderlo.
-Fuimos dejados de lado, espectros silentes e
impalpables, testigos anónimos de un mundo habitado por almas empobrecidas,
abstraídas en su propio aislamiento, extrañas al padecimiento de sus
semejantes. Mejor así.
Abatido de tanto examinar y no descubrir el tesoro que
buscaba, tomó la decisión de violar las reglas, de ir más allá de los límites
permitidos.
Atravesó el portón y anduvo por horas encontrando y
recogiendo, una a una, cada flor. Villa Devoto, Palermo, Plaza Francia, el
Parque Japonés, San Telmo, Retiro, cada plaza, cada casa, fue despojada de sus
colores y fragancias, quedando Buenos Aires convertida en una ciudad mustia,
fría y desolada, aún cuando el sol calentara las calles. Toda la noche le llevó
la labor. Al amanecer regresó a su ciudad y plantó una por una cada flor.
El sector pobre, el rico, el marginal, el de los que
nunca nadie quiso, ninguno se quedó sin sus ramilletes de flores. Antes de que
el sol asomara, retornó a su lugar.
La ciudad de los muertos estaba colorida, el aire
impregnado de olor a magnolias, rosas, claveles, margaritas, violetas y jazmines,
mientras el mundo de los vivos se preguntaba ¿Quién le robó las flores a Buenos
Aires?