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miércoles, 15 de enero de 2014

NO HAY SENDERO HACIA INFINITO- CAPÍTULO 1





El planeta se hallaba devastado ¿Cómo ocurrió? ¿En qué momento la última especie dominante decidió arrasar con los vestigios de su paso por este mundo? Nadie pudo dar testimonio de cómo sucedió porque no quedó nadie para contarlo. La vida animal y silvestre, habían desaparecido casi por completo de la superficie. La desolación era reinante y el silencio sólo quebrado por esporádicos rumores emitidos por uno que otro disperso remolino de arena y polvo. Resultaba casi inadmisible imaginarse que entre todo ese derroche de esterilidad pudiera hallarse algún rezago de vida. Pero sí, la vida resulta ser siempre una terquedad constante y aún entre la aparente “nada”, logra imponerse como manifiesto: En medio de toda esa figurada negación de signos vitales, una forma de vida se aferraba a la sobrevivencia: un pequeño grupo de hienas.
Era mediodía, el desierto se había convertido en el portal del infierno. El sol abrasaba con tal ferocidad que hasta respirar parecía un acto imposible de concretar, se aspiraba aire caliente y extremadamente sofocante; los pulmones amenazaban con colapsar, la piel ardía, los ojos casi ciegos, empañados por tanta luz, apenas si podían parpadear.
Sobre una duna yacían amontonadas las cinco hienas. Estaban extenuadas, no tenían fuerzas para seguir caminando. La lógica imponía dejarse estar y esperar con resignación el fin…pero qué sabe la lógica de los argumentos de la vida.
-Tratemos de descansar un poco, la anciana no resistirá dar un paso más -había dicho momentos antes una de las dos hienas más veteranas, la “Alfa” de la manada, a la vez que ayudaba  a la anciana a recostarse suavemente sobre las candentes arenas del montículo.
-Por mí no hay problema, tenemos todo lo que nos queda de vida para caminar- opinó la rayada roja.
-A este paso no sé cuánto nos quede de vida- dijo la hiena parda, la más jovencita de todas, y se dejó caer, abatida y jadeante, sobre la arena
-Lo que nos quede de vida, sólo Dios lo sabe; con sólo mirar a nuestro alrededor tenemos suficiente ¡Mierda, que no necesitamos que nos desmoralices más!- Vociferó, indignada, la roja- A mí me sobra juventud y voy a seguir caminando y luchando, agallas no me faltan.
-No, si eso ya se ve- rió irónica la pardita- Lo que nos falta es comida y
Agua… sin eso… las agallas van a servirte para limarte las pezuñas que es lo único que sabes hacer.
-Te advierto, hiena estúpida, ten mucho cuidado cuanto te diriges a mí porque te arrancaré la piel a mordiscos… y te aseguro que lo disfrutaré.
-¡Basta! Terminen de discutir y guarden energías para buscar alimento, yo no voy a vivir eternamente. Coman esto y acuéstense- gritó la veterana “Alfa” y repartió un escarabajo a cada una.
Le dio dos a la anciana y ella se quedó sin comer. La longeva estaba senil y mientras viviera la cuidaría. Fuera de eso no quedaba nada, ni siquiera podía recordar cuánto hacía que había dejado de luchar por ella misma. Estaba agotada, no quería seguir viviendo en esa desolación y sin embargo debía seguir viviendo, pero sólo porque se debía a la manada.
Comieron en silencio y luego se acomodaron una al lado de la otra buscando compartir un poco de sombra. Necesitaban, además y pese a todo, el contacto de unas con otras. La soledad les producía terror. Se odiaban, constantemente se mostraban los colmillos amenazantes, se atacaban, desconfiaban de todas y cada una, y no obstante se fundían en una porque era el único modo de sobreponerse al espanto que reinaba en el lugar.
La veterana “Alfa” se sentó, apoyó con suavidad la cabeza de la senil anciana sobre sus patas y se la acarició.
Las horas pasaban torpes, como si el planeta se obstinara en no girar sobre su propio eje y conferirles la distancia del sol y negarles la inmediación de la luna que trajera un poco de alivio a los cuerpos ulcerados. Gargantas secas proferían ronquidos que rompían el silencio perpetuo, mutismo lúgubre que reclamaba la noche, aun cuando durante esas horas, los sentidos se harían más agudos por que más agudo era el miedo; miedo a dormirse y no despertar, o miedo a volver a despertar y descubrir que no era una pesadilla, que éste era su nuevo escenario: una vida sin futuro, un liquidarse constante, un esperar con ilusión el fin del fin, sintiendo al mismo tiempo que el final era sólo eso, el final… y la fluctuación del día después ¿Después de qué y para qué? Con estos pensamientos solían transcurrir las madrugadas, ansiando conciliar el sueño sedativo que, gracias a Dios, no se hacía esperar, prometiendo un poco de consuelo onírico a tanto sufrimiento real y palpable.
El sol se iba perdiendo en el horizonte cuando la pardita pegó un brinco. Miró hacia un lado y otro. Era la más joven y su sentido del oído estaba ileso, ni las esporádicas explosiones habían conseguido dañárselo. Lo mismo ocurría con su vista, era la más apta para ver a la distancia; sólo el olfato había sido dañado en una de las tantas detonaciones terrestres. Del mismo modo, la vieja “Alfa” se conservaba joven pese a que sus huesos decían lo contrario. Con paso lento pero enérgico, todavía era capaz de oler el aire y eso la hacía responsable de abastecerlas de alimentos.
El resto del grupo se había entregado, no luchaban, no buscaban, eran supervivientes sin valor, sujetas a la habilidad y caridad de las dos relevantes. La senil no contaba, vivía su propio mundo, comía porque le ponían la comida en la boca y caminaba porque la cargaban. Ni siquiera le espantaba la idea de morir, su universo era ajeno al de las demás; convivía con sus propias circunstancias y eso le hacía lindar en una felicidad ficticia pero auto-protectora. Forastera en el entorno, para ella no acaecía la soledad. Resultaba un fastidio para el resto, salvo para la “Alfa” que había asumido el compromiso de su conservación, protegiéndola contra viento y marea sin permitir que nadie la tocara. Si no hubiera sido por ella rato haría que la hubieran abandonado a su destino, o la habrían devorado para saciar el hambre que corroía el estómago.
La pardita se frotó los ojos con fuerza, le pareció ver dos bultos que  venían hacia ellas. Su vista no podía traicionarla, nunca lo había hecho pero de todos modos tuvo dudas; miedo no, sólo dudas. Si concibió algún miedo fue el de principiar a alucinar, pero esto era real. Estaban viniendo hacia ellas, definitivamente.


“LA MANADA ES EL COBIJO NATURAL DE TODA BESTIA GREGARIA…PERO AÚN ASÍ SERÁ INSUFICIENTE, SIEMPRE SE NECESITA DE UN MUNDO ALREDEDOR” 



Autores: Myriam Jara y Oswaldo Mejía

Ilustración: "PANDORA" de Oswaldo Mejía