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sábado, 29 de junio de 2013

LA SOMBRA


Paulina y Francisco, sentados en el patio trasero, tomaban mate cuando sonó el timbre de la puerta de calle.
-¿Quién será a estas horas?- preguntó él, un segundo después de mirar su reloj pulsera que indicaba las diecinueve y cuarenta y cinco.
-Yo no espero a nadie; andá a fijarte vos- dijo Paulina. Francisco le entregó el mate que había terminado de chupar y se levantó de la silla con gran esfuerzo.
-Uno de estos días voy a tener que operarme la hernia, nomás- Atravesó la galería con pasos lentos y cuando llegó a la puerta espió por la mirilla “¿Y ésta, de dónde habrá salido?”
Parada en la vereda, esperaba una muchacha, flaquita y mal vestida. Tenía el pelo recogido en una cola; llevaba puestos unos jeans gastados y una camperita que daba lástima de tan estropeada que estaba. Sostenía con una mano una valija de cuero atada con una cuerda, como asegurando que no se abriera y dejara caer el contenido, una valija vieja como las que usaban los inmigrantes allá por los años treinta, mucho más antigua que la jovencita de aspecto infantil. No parecía pesarle, se notaba que el equipaje era escaso.
-¿Qué andás buscando, m’hijita?- preguntó Don Francisco, antes de abrir la puerta.
-Una pieza para dormir- respondió la enclenque chiquilla de cara tan pequeña que los ojos parecían abarcarla por completo.
-Pasá, entonces- abrió la puerta y la hizo entrar- ¿Recién llegás de viaje, vos?
-Hace unas tres horas, más o menos. Anduve buscando pensión y no encontré ninguna. En el bar de la esquina me dijeron que me venga para acá, que usted alquila.
Acomodados en la sala de estar, sentados en sillones enfrentados, Francisco le gritó a Paulina que se viniera al living.
-Tenemos gente, vieja- Paulina llevó el mate y la pava a la cocina y se les unió.
-¿Cómo me dijiste que te llamás, piba?- indagó Francisco.
-Clarita, señor; Clara Rosa Juarez, pero me dicen Clarita.
-Pues, así te llamaremos, Clarita- Paulina, que ni bien la vio sintió simpatía por la criatura, le ofreció una sonrisa y le tendió la mano- Mucho gusto. Yo soy Paulina.
-Mi señora, la patrona- aclaró Francisco, como si fuera imperioso.
Conversaron durante un rato. Clarita les contó que tenía veintidós años y que se había venido a Buenos Aires para progresar; quería estudiar peluquería. Era oriunda de El Dorado, un pueblito perdido en la provincia de Misiones donde vivía con sus padres y diez hermanos, cuatro mujeres y seis varones, todos más pequeños que ella. Tenían una chacra que trabajaba la familia pero no alcanzaba para alimentar a todos.
-Allá la vida es muy dura, señor, y yo quiero ser algo más que una campesina. No quiero llenarme de hijos, como mi mamá, quiero estudiar, ser alguien. Mi papá me dio unos pocos ahorros que guardaba para cuando la sequía nos dejaba sin alimento para llevar a la boca, y bueno, me mandó a estudiar acá. Con mis hermanos, es suficiente para ayudar en el trabajo de campo, a mí no me necesitan.
Finalizada la charla, cerraron trato.
-Cobramos el mes por adelantado. Almorzamos y cenamos todos juntos y en punto. La comida la prepara Paulina; no te preocupés, está incluida en el precio de la pieza- explicó cuando Clarita bajó la cabeza- Se come lo que hay, no tenemos carta para elegir menú- dijo Francisco riéndose para aflojar un poco a Clarita que seguía aferrada a su valija, los nudillos blancos de tanto apretarla- Vamos que te muestro tu pieza, después te presento a los otros pensionistas, gente buena, no molestan; acá, el que molesta, se va. Dame que te llevo la valija- dijo mientras subían la escalera-Tenemos dos viejas solteronas y un joven que estudia para doctor; con ese tené ojo, es medio mujeriego.
Clarita no se mostraba muy abierta al diálogo, era, más bien, callada y reservada en sus asuntos. Se levantaba temprano para buscar trabajo y cuando volvía se encerraba en su habitación; sólo bajaba para comer, aunque no siempre.
Los dos primeros meses transcurrieron en armonía. Clarita había conseguido trabajo en un asilo para ancianos, a pocas cuadras de la pensión y en un horario conveniente que le facilitaba estudiar. Regresaba a la pensión, pasadas las dos de la tarde, comía alguna cosita que se compraba por ahí, descansaba una hora y a las cuatro de la tarde, de lunes a viernes, iba a la academia de peluquería. Las dos viejas y Paulina, le servían de modelos; les cortaba el pelo, las peinaba y hasta se habían animado a cambiar el color. Fuera de eso, el trato era exiguo; Clarita hablaba lo imprescindible.



El velatorio se hizo en la funeraria de la otra cuadra. Don Francisco le avisó a los padres, pero no hicieron tiempo de llegar para darle el último adiós a su hija mayor.
- Pobre gente- decía Francisco- Me costó mucho comunicarme; lo tuve que hacer a través de la  policía y ellos se comunicaron con la milicia de allá. Imagínese, doña, que yo lo único que sabía era que vivían en El Dorado, nada más. Las pocas veces que recibía cartas, se las dábamos pero no nos íbamos a poner a mirar el remitente, uno es respetuoso, al fin y al cabo. Tampoco quise revisar sus cosas después que la policía la llevó a la morgue ¡Qué quiere que le diga! A mí me daba impresión volver a entrar a la pieza. Nosotros, con la Paulina, la queríamos como a una hija; era muy buenita, pobrecita, y no se lo digo porque esté muerta ¿Eh? Se lo digo porque es así. Yo no sé cómo no me di cuenta…Bah, en realidad, cuando la piba empezó a hablar de la sombra, nosotros no le llevamos el apunte porque pensábamos que nos estaba embromando. Imagínese, doña ¡Decir que una sombra se la estaba comiendo de a poquito! Primero dijo que le estaba comiendo la cabeza; pensamos que la chica estaba estudiando mucho, Se la veía cansada, consumida, muy flaquita ¡Ya ni comía, fíjese! Se preparaba un tecito y nada más. Después la siguió y la siguió con que cada vez le picaba más. La Paulina le preguntó, un día, si no se habría agarrado piojos en la peluquería, pero no se dejó revisar, le decía “Que no, doña Paulina, que no hace falta, que ya se me va a pasar” le decía. Al poco tiempo le picaba el  ombligo, yo me daba cuenta; la miraba y siempre se estaba rascando, la panza, la espalda, siempre estaba rascándose “¿Esta no se habrá pescado la sarna, vieja?” le dije a la patrona, pero tampoco se dejaba revisar y no quería ir al médico. Y fue por ese entonces, si no me falla la memoria, que se me enfermó mi Paulina. Estuve muy ocupado cuidando a mi viejita como para preocuparme de la locura de Clarita y su sombra ¿Se acuerda que la Paulina se enfermó de la porquería esa, del cáncer que anda matando a lo loco? Yo solo tenía cabeza para ella. Y al final se me murió, nomás; tantas operaciones y quimioterapia, se me murió, nomás. Dios sabe lo que hace; no sé si ella hubiera soportado lo de ésta chica ¡Cómo la quería! Y bueno, como le estaba diciendo, cuando murió la viejita anduve por un tiempo tratando de sobreponerme a la ausencia, imagínese ¡Cuarenta y siete años de casados! Yo no sabía vivir sin ella. Un día me di cuenta que la Clarita andaba silenciosa; a veces tenía los ojos rojos, como si hubiese llorado mucho, entonces le pregunté “¿Cómo andás, Clarita, tus cosas bien, el estudio, todo en orden?” Me dijo que no estudiaba más, por la sombra, que le tenía miedo. Hacía un tiempo que no compartía la mesa con nosotros; salía de noche, tarde, a comprarse algo para comer y volvía a encerrarse en la pieza. Después pidió cambio de horario en el asilo; trabajaba desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Lo que más me llamaba la atención era que cada día se tapaba más y más, con la ropa, digo. Hacía un calor de morirse y ella, que siempre andaba con esos pantaloncitos cortos que usan las chicas, se ponía pantalones largos, no usaba más la minifalda que tan linda le quedaba. Andaba con un pañuelo al cuello “¿Fuiste al médico, nena? Yo no te veo bien, estás muy abrigada, hay casi cuarenta grados ¿No estarás enferma, vos?” le dije ¿Y sabe qué me  contestó? “No, don Francisco ¿Para qué voy a ir al médico? La sombra no tiene cura, me va comiendo de a poquito y no se puede pelear contra ella” Me lo dijo con una seriedad que no daba para seguir hablando del tema. La cuestión es que fue pasando el tiempo y la Clarita cada vez más rara. Yo me preguntaba si no se había vuelto loquita, pero como no molestaba ni parecía peligrosa…Pero no, doña Irene, que va a tomar droga una chica tan buena como ella, se estaba volviendo un poco loquita, nada más. Y bueno, hace cosa de una semana, ya no la veía más, ni a la noche ni a la mañana tempranito, cuando volvía del trabajo. Ayer supe que había renunciado y ahí sí, me inquieté, así que me fui hasta la pieza y le golpeé la puerta varias veces seguidas; como no contestaba, fui a buscar la llave, porque yo, por las dudas, siempre tengo una copia de cada pensionista ¿Vio? Uno nunca sabe lo que puede pasar, y bien que hice, mire ahora…esto de la chica. Cuando abrí casi me quedo seco yo. Estaba acostada, muerta y toda desnuda. No sé cómo decir, yo no quería mirarla, no vaya a pensar que soy un viejo verde, pero quedé como hipnotizado. Toda la piel del cuerpo estaba negra y rugosa, como cartón, así como la caparazón de una tortuga, pero negra, y tenía mal olor ¡Quién sabe el tiempo que llevaría muerta, esta muchachita! No sé que decirle, fue horrible, no sabía que hacer. Llamé a  la policía… No, a la ambulancia, no ¿Para qué? Si ya estaba muerta. Bueno, doña, lo demás, ya lo sabe, usted y todo el barrio. Los doctores que hicieron la autopsia dijeron que se había suicidado con cianuro, muerte por intoxicación, pero yo no creo, si la chica habló de la sombra, así será.
 Don Francisco se rascaba la cabeza “Mañana pongo en venta la pensión” pensó rascándose el
 brazo derecho a la altura del codo.



La nueva propietaria de la pensión estaba con los albañiles en la cocina cuando escuchó el llamado de la empleada doméstica que acondicionaba las habitaciones del piso superior. Había dejado para último momento la que fue la habitación de Clarita.
-Esa dejala ventilándose unas horas; estuvo mucho tiempo cerrada; empezá por las otras y cuando termines con los baños ocupate de ésa, abrí el ropero, sacá todos los cajones, que no quede ni una  pelusa.
-Si señora, como diga.
Rosa siguió las órdenes de su patrona, pero algo le sorprendió.
-¿Qué pasa, Rosa, me llamó?
-Sí, señora, disculpe que la moleste pero encontré esto y pensé que sería mejor que lo viera usted.
Si prefiere, lo tiro.
Era un sobre blanco conteniendo una carta. Rosa estaba pasando un trapo bajo la cama cuando lo vio. No tenía destinatario.
-Dámela y ponete a limpiar a fondo, a ver si podés sacar este olor que apesta- Puso el sobre en el bolsillo trasero de su pantalón y bajó a terminar con los albañiles.
La jornada había sido larga y agotadora, pero después de recorrer toda la casa, pensó que había valido la pena invertir en el edificio. Todo estaba tal como lo había imaginado, una pensión confortable y decorada con buen gusto, exclusiva para jóvenes universitarios provenientes del interior del país.
Apagó las luces y se dirigió a la habitación principal, la que en un tiempo fuera de Francisco y Paulina. Al desvestirse, el sobre cayó del bolsillo. Lo levantó y lo dejó sobre la mesita de luz. Se puso el camisón y se sentó frente a la cómoda para cepillarse el cabello.
-¡Qué cansancio, Jesús!- Se metió en la cama y estaba por apagar el velador cuando vio el sobre en la mesita. La curiosidad fue más fuerte que su agotamiento. Se incorporó, la tomó, volvió a acostarse, buscó los anteojos y sacó la carta del sobre.

“Hoy voy a terminar con mi vida. Lo digo sin miedo; no es la muerte la que me asusta, es la vida, una vida que fue muy cruel conmigo, una vida que no me dio más que lágrimas. Pensé que al alejarme de mi familia, dejaría atrás un pasado doloroso. Muchas veces me pregunté por qué había nacido si no había lugar en el mundo para mí, caprichoso destino que me arrojó a una tierra árida y sin esperanzas. Me pregunto si mi madre me hubiera entregado en adopción de saber a cuántos maltratos iba a ser expuesta. Quiero creer que no, quiero pensar que me dio porque pensó que era lo mejor para mí, pobre adolescente de quince años que no sabía que hacer con un bebé, me entregó por amor ¡Pobre madrecita, si supiera! Pero ya es tarde para buscarla y abrazarla. De nada serviría, ya tengo la vida estropeada, llena de cicatrices, de dolor. Sobreviví hasta donde pude pero ya no puedo más y quisiera que me perdone, don Francisco, perdón por abandonarlo, a usted que fue el padre que no tuve. Me llevo su recuerdo, hombre dulce y cariñoso, de mirada noble y sonrisa amplia, le llevo a Paulina el sonido de sus canciones, mientras cortaba el césped. Me quedo en deuda con usted porque nunca pude decirle cuánto lo quise, no conocía la palabra amor hasta que llegué a sus vidas. Por eso mismo, Francisco, porque no quiero lastimarlo más, no puedo explicarle que la sombra me consumió, que invadió todo mi ser, que me robó la visión y la ilusión y que pronto va a atacar mi corazón. No quiero estar acá cuando suceda, no le voy a dar la oportunidad de seguir martirizándome con noches de insomnio y penas acumuladas. Puedo perdonarle a la vida todo lo que me negó, pero esto no, esto no lo acepto. Es cruel, es injusto. Yo solo quería forjarme un futuro mejor, ser alguien, olvidar el campo, el hambre, los golpes, las vejaciones, el galpón donde mi “padre” me sometía a sus aberraciones. Yo quería escapar de todo eso y por eso me robé los ahorros y me fugué. El pasado es una sombra de la que no puede escaparse, el semen derramado durante noches y noches, en el sucio galpón, dejó huellas en mi vientre. No puedo vivir con esto. La sombra de una vida miserable me acorrala, es oscura, silenciosa, no me abandona nunca, ni siquiera cuando apago la luz, porque no puedo verla pero puedo sentirla y duele, duele mucho. Me voy. Espero que Paulina me esté esperando; necesito un abrazo”