¿Cómo
osas requerir mi clemencia, Jalil? ¿Piensas que conservas mi respeto como amo y
señor sólo por haberte enfrentado a los demonios en pos de protegerme? No,
Jalil, no bastó verte combatir con ellas y someterlas. Ya no eres mi gallardo
señor, perdiste el honor ante tan pavorosa revelación.
Mancillaste
nuestra alianza y no logro concebirlo. Aunque la razón me conmine a ello, es el corazón que obstruye el camino
del retorno, el mismo corazón que se acongojó cuando el Califa me apartó de ti
para encerrarme en esa húmeda y lóbrega mazmorra. Me dices que era el único
modo de sobrevivir al espanto del pantano, pues a cambio de perder tu dignidad
entregándoles tu cuerpo y tus bríos, cual vasallo semental, ellas te
resguardaban de los otros seres oscuros que habitan ocultos tras frondosa
vegetación, más yo creo que son falaces tus palabras.
Eres
uno más entre tantos profanadores del amor santificado; hombre que no
sobrelleva su atormentada soledad y se postra ante agraciadas y sugerentes
formas femeniles, cediste al impulso de saciar tu apetito relamiéndote de deleite
al percibir su aroma de hembras en celo mientras yo, tu amada, padecía
crueles y horrendas tribulaciones, sinsabores que sobrellevaba a
fuerza de retener en mi memoria tu mirada candorosa cuando me hiciste tuya
¿Supones que el cenagal es más execrable que la prisión en que expié el pecado
de haberte amado?
Has
de saber que he estado muerta en vida, escoltada por brutales y sanguinarios
hombres que mi padre asignó a tal fin, confiriéndoles el poder de hacer conmigo
lo que apetecieran. Ya no era el Califa mi padre, ni yo su apreciada princesa. Era
aquella que ofendió su alcurnia entre los brazos de un lacayo. Redújome a la más humillante condición que un ser
humano puede alcanzar, pero nada importaba, ni el frío piso en el que
descansaba mi osamenta, ni la mísera ración de agua y alimento que una vez al
día me traían las sirvientas con una mueca socarrona perfilada en sus
resentidos semblantes.
Benazir,
la princesa del reino de Granada, futura heredera del Imperio Moro, vivía entre
roedores y repugnantes insectos, mugrienta y presa del espanto. Despojo de
mujer a quien noche tras noche sus celadores procuraban forzar y someter a sus
bajas pasiones a cambio de una dosis más de alimento o un poco de agua fresca, o
una manta que brindara calor.
Expulsada
de mis aposentos, ocupado ahora por extrañas, despojada de mi tiara de
esmeraldas y diamantes que adornaba mi otrora cabellera de seda y color de oro,
símbolo de mi sangre noble, asediada por reyes y príncipes, ocupado mi trono
por una doncella con ínfulas de reina que ni tan siquiera formaba parte del
cortejo del Palacio, arrebatándome aquello que por derecho propio me fue legado
dado mi linaje, me resigné a mi nueva condición de pordiosera, habitante de
pestífero y aislado escondrijo que mi padre dispuso por no haberme doblegado a
sus mandatos, por no desistir de vos, por negarme a ser desposada por el
sucesor del Califato de Córdoba.
Esgrimieron
todo tipo de artimañas, empero no lo consiguieron, no lograron someterme. Juré ante Alá que jamás consentiría que
mortal alguno explorara las entrañas que a mi venerado Jalil consagré. Cual
animal sitiada por manada de hienas, clavé uñas, mordí carne humana, extirpé
cabellos, aullé desquiciada hasta apabullarlos a ellos, los hombres rudos que
huyeron, espantados, de la desheredada
demente.
Del
amor brotó el arrojo. Sólo pensaba en la suerte que correría mi amado
palafrenero. Perdida la noción del tiempo, tras las murallas de piedras
Moriscas, cautiverio sin luna ni sol que anunciaran el inicio y el final de cada
día, abandonada de la mano del Dios de los cielos, la luz de la esperanza se
extinguía junto a mi anhelo de perdurar para recobrarte y vivir a tu lado en
esa morada que juntos erigiríamos.
Se
vaciaron mis ojos de tanto llorar mis penas; convoqué a la muerte pero ella no venía a por mí. Dejé
de alimentarme, ni siquiera bebía el agua de la indecorosa cuba para calmar la
sed, mi cuerpo se debilitó, perdí el encanto que enardeció tu sexo, volvime una
andrajosa, pero no se sofocó la noble que, aún en la desdicha, guardaba la
dignidad. Si la muerte no comparecía
iría yo en busca de ella.
Tan
tenaz fui, que la Dama de Negro escuchó mis ruegos desplegándose ante mi
como alucinación de mi demencia. Me
persuadí de que era real cuando me habló de tu desánimo, del pantano, de tu
existencia en la penumbra. Hube de convencerla de mi disposición para afrontar
lo que fuera, incluso dar mi vida si salvar la tuya pudiera. Sólo así
conseguí que me trepara a la barca de Kharonte. Quedaron en el calabozo mis
trapos marchitados y mi cuerpo sin vida. Cubierta de fino tul blanco llegué
hasta aquí y ahora me dices que concediste tu virilidad a las sensuales féminas
del lodazal a cambio de ayuda.
¿Por
qué no enmudeciste, Jalil? Hubiera deseado no saberlo, pero lo expusiste y ya
no queda un nimio recodo de mi corazón donde pueda acogerte. Ya no puedo,
Jalil, no me perteneces, no te pertenezco. Me expulsaste a un lado para
salvaguardar tu dinastía demoníaca, renunciaste a tu ángel para atender las
apetencias de las hijas del diablo.
No
habrá paraíso, no acaecerá un nuevo orden, no pariré tus retoños porque mis
entrañas son ajenas a tu esencia. Adiós, Jalil, te dejo con tus féminas de ojos
color púrpura, me marcho para siempre al mundo de los que perecen…
De mucho gusto, amiga. Placer en leerte.
ResponderEliminarBesos
Muchísimas gracias, querido amigo, aprecio tu visita y comentario tanto como tu eterna amistad. Besos
Eliminar